jueves, 12 de abril de 2012

Capítulo 1 (Parte 1)




<<Otra vez. Otra vez este día. El día de la cosecha.>>  Pienso al abrir los ojos. Como todos los años, no he podido pegar ojo pensando en en lo que me espera hoy.

Me pongo en pie y veo a mis hermanos, soy el mayor de cuatro hermanos, nuestro padre murió en un accidente en una mina de La Veta, que es así como se llama el lugar en el que vivimos, y mi madre hace lo que puede para sacar adelante a la familia, pero no es suficiente, por lo que tengo que salir a cazar. Cazo en la Pradera, fuera de nuestro distrito. Por lo general esta prohibido en todos los distritos, los agentes de la paz, que son una especie de policía en los distritos, deberían castigar esto con la muerte, pero nuestro distrito, al ser uno de los más pobres, pasan este acto por alto. Además, la mayoría de los agentes de la paz son clientes habituales y compran de lo que cazo. 

Me preparo para salir a la Pradera a cazar, como cada día. A doscientos metros de mi casa aproximadamente, siguiendo la alambrada hay un agujero por el que quepo perfectamente. Se supone que la alambrada tendría que estar electrificada las veinticuatro horas del día, pero supongo que es otra de las ventajas de vivir en este Distrito, no tenemos electricidad salvo algunas horas por la noche y en los comunicados oficiales del Capitolio, así que paso sin problemas al otro lado. 

Al levantar la vista del suelo, me reconforta estar en este lugar. No es como las calles llenas de carbón de La Veta, bajo mis pies se extiende un campo inmenso. Es de ensueño. Muchas veces me gustaría perderme por aquí, en busca de nuevos lugares alejados del resto de la gente, pero es demasiado arriesgado, ya que no sabes lo que te espera unos metros más allá, aunque me arriesgaría, de no ser por ella.

Empiezo a andar y voy colocando trampas bajo algunos árboles, por si tengo la suerte de que alguna presa caiga en ellas. Es de las cosas que mejor se me dan y, a menudo son muy eficaces, espero tener la misma suerte hoy. Sigo caminando y cojo mi carcaj con flechas y mi arco, en realidad no son míos, ella me los dio para que pudiese cazar de otras maneras. No se me da muy bien, al menos no tan bien como a ella, pero a la media hora ya he conseguido cazar un par de ardillas. Todavía es muy temprano, así que decido que quizá hoy sea un día especial y pueda darme un capricho, bueno, más bien pueda darle un capricho, por pequeño que sea. Mientras regreso compruebo mis trampas, nada por ahora. 

Me dirijo directamente hacia la panadería. El panadero es un hombre mayor, ya canea un poco, pero es una buena persona. Cuando llego a la puerta de atrás él me abre y al ver las ardillas se le ilumina la mirada, siente cierta debilidad por ellas. Me pide una y yo se la doy, a cambio me da un pan recién horneado, algo detrás de él veo a su hijo, ahora no recuerdo su nombre pero ya le he visto más de una vez. Es un buen chico. Le tengo cierta envida, él no ha pagado ninguna tesela a lo largo de sus participaciones en la cosecha.

Cuando cumples doce años, tu nombre entra una vez en la urna, al año siguiente, dos, y así hasta los dieciocho, cuando tu nombre entra siete veces.
Pero para la gente pobre hay una alternativa: las teselas son suministros de cereales y otros alimentos básicos suficientes para una persona durante un año entero, con la condición de  que tu nombre entra una vez más. Es injusto, sí, pero es la única forma que tienen muchas familias de poder sobrevivir. Esa es la razón por la que, cuando cumplí doce años, mi nombre, además de entrar la vez obligatoria, entró cinco veces más, una por cada miembro de mi familia. Como se acumulan de un año para otro, hoy, con dieciocho años, mi nombre en vez de entrar siete veces, entra cuarenta y dos.

Y aquí estoy yo, con mis cuarenta y dos papeletas delante de él, que a los dieciséis años, su nombre solo ha entrado cinco veces. Supongo que mi envidia tiene algo de sentido.
-Buena suerte- me dice el anciano y me lanza una sonrisa, aunque pronto se convierte en una cara de lástima. Debe de suponer mi situación.
-Gracias- digo con una voz apenas audible. Me ha sorprendido, es una buena persona, pero hoy parece incluso más amable.

Cuando siento el calor del pan recién horneado no puedo evitar sacar una sonrisa. <<Seguro que le gusta>> pienso. Y voy corriendo a la alambrada. Por el camino tropiezo con una niña que se tambalea, pero llego a tiempo para que su pequeño cuerpo no toque el suelo. La miro, es esa niña de la Veta, de ojos grises tan divertida que siempre está bailando. Me mira, asustada, pero en seguida empieza a reír. Tiene apenas ocho años y se la ve el brillo de la vida en los ojos. Me relajo y le pregunto:
-¿Estás bien renacuaja?
-Sí. Y no soy una renacuaja. Cuando crezca seré mucho más alta que tú, ya verás- me dice, algo molesta pero igual de divertida.
-No te lo crees ni tú- le digo sacándola la lengua-. Venga, que tu madre te está esperando.
-Vale, adiós.- me dice, y me da un beso en la mejilla-. Y date prisa, que seguro que tendrías algo importante que hacer.

La veo alejarse corriendo hacia su madre. Tiene una forma de correr particular. No es torpe, pero es divertida. Cuando llega a su madre se gira y me dice adiós con la mano. Cuando se va, me doy cuenta de que estoy sentado en el suelo. Me pongo en pie en seguida y compruebo que el pan siga en perfecto estado. Recuerdo las últimas palabras de la niña y el por qué iba tan deprisa. El pan sigue caliente y me dirijo hacia la alambrada. Con velocidad, pero sin llegar a correr. No quiero perder más tiempo.

Después de subir la colina llego a nuestro punto de encuentro, un saliente rocoso con vistas al valle. Está oculto tras un matorral de arbustos de bayas.
No está.
No puedo evitar poner cara de decepción. Pensaba que había pasado el suficiente tiempo como para que hubiese llegado, pero no es así. Supongo que me tocará esperarla. No me molesta, pero tenía la ilusión de sorprenderla con el pan, ya que es de panadería, y no la masa plana y densa hecha con los cereales que tenemos en la Veta. Espero que no tarde

Me siento en una roca del saliente, y me guardo el pan bajo la cazadora, para que conserve el calor durante más tiempo. La temperatura del pan debajo de la cazadora me reconforta, resulta cómodo. Ahora mismo el cansancio de toda una noche en vela me azota y siento como mi cuerpo empieza a relajarse. Sin poder hacer nada, me dejo caer en el saliente y apoyo la cabeza en mi saco de caza. Cierro los ojos y el sueño gana la batalla.

Me despierto sobresaltado al escuchar un ruido. Miro a todos lados pero no veo nada. Tras una breve inspección a mi zona de descanso compruebo que debí hacer un movimiento brusco mientras dormía y tiré mi saco de caza al suelo. Eso fue lo que sonó.
Miro al cielo. No he podido estar mucho tiempo dormido. Unos veinte minutos como máximo. Pero me culpo por ello. No debería haber bajado la guardia porque, aunque este sitio está alejado de las miradas curiosas de cualquier ser humano, en el bosque hay todo tipo de especies, y algunas de ellas bastante peligrosas como para dormir sin ninguna protección.
Aun así ella no ha llegado.

Compruebo mis armas y el pan. Está templado, ha perdido algo de calor pero no se ha enfriado, ni mucho menos.
 Me vuelvo a sentar y cojo una baya del arbusto. Empiezo a juguetear con ella entre las manos para no volver a dormirme, aunque dudo mucho que lo haga. Al cabo de unos minutos tiro la baya lejos y acierto en un lejano tronco al lado de un pájaro curioso que se asusta, da un graznido y sale volando. Me hace gracia su reacción y me río, aunque solo es un momento.
Acto seguido cojo otra baya, la miro y me resulta tan apetecible que me la meto en la boca. Al morderla, su dulce acidez estalla e inunda mi boca de un refrescante sabor. No es venenosa, ya que llevamos muchos años comiéndolas y nunca nos ha pasado nada, por lo que pienso en coger un puñado de ellas y comérmelas, pero rechazo la idea y pienso que quizá luego pueda compartir algunas con ella. Debe faltar poco para que llegue. Estará paseando con su hermana o quizá preparándose. Pero no puede faltar.


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